lunes, 15 de abril de 2013

El gato negro de Edgar Allan Poe (Análisis)

Le presentamos el peculiar cuento de Edgar Allan Poe titulado "El gato negro" ("The Black Cat"), uno de los relatos más espeluznantes de la historia literaria.

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No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!


***
Este relato no es tan conocido como otros del autor, pero es uno de los más llamativos de su producción. Fue publicado en el periódico Saturday Evening Post de Filadelfia el 19 de agosto de 1843. En este se narra la historia de un hombre que vive junto con su esposa, y varios animales, entre los que destaca un gato. Es una vida bastante hermosa pero la bebida hace sus estragos y la historia se va haciendo cada vez más precipitada.

Poe examina la psicología humana profundamente, describiendo con su narrativo los más profundos procesos del interior de la persona, esos sentimientos que pueden surgir en cualquier momento como respuesta a un acontecimiento. En su cuento, el personaje es usado como un vehículo para representar las consecuencias que puede traer el abuso de alcohol. El narrador cuenta como gracias a la alcohol su vida se fue transformando poco a poco, dando lugar a a su trastorno y a la aparición del  desprecio hacia al animal, así como  las actitudes impulsivas e iracundas.  Ciertamente el narrador hace alusión a su gran amor por los animales, pero gracias a su vicio, este afecto da un giro de 180 grados y termina en rencor, alimentado por el desespero y la intolerancia,  lo que lleva incluso a actitudes perversas y que ponen en duda la integridad mental del individuo.

Precisamente, las actitudes que toma el hombre no son de una persona sana mentalmente. Pero es que su caída en las manos del alcohol, no le permite actuar como es debido. La actitud sádica e impulsiva y los deseos de deshacerse del animal de la forma en que lo hace dan muestra de su falta de lucidez.  El gato sólo era un animal común y corriente, pero no para su ya dañado juicio, y eso es lo que lo lleva a hacer lo que hace.

El hombre termina ahorcando al animal, para darle fin a todo su sufrimiento. Pero no todo lo extraño termina allí, en cambio se hace mucho más extraño con la aparición de extraños acontecimientos luego de ello. Su casa se incendia y el gato es encontrado dentro de la habitación. Aunque impactado al principio, el hombre termina por convencerse en pensar que alguien debió haberlo utilizado para despertarlo  a él y a su mujer mientras su casa estaba en llamas.

Cuando aparece el nuevo gato en la vida del hombre, un hecho misterioso, la historia se repite. Los mismos deseos embargan al hombre y le dan la idea de deshacerse ahora del nuevo gato. Pero las consecuencias de su intolerancia hacia el animal terminan en un peor escenario: cuando su mujer se atraviesa en el medio, su actitud perversa y sádica hace que se descargue con ella y la asesine. Ya en este punto, el horror se hace evidente en la historia.

Son ya dos acciones desmedidas como consecuencia de su locura, pero el hombre no se preocupa realmente por ello y esconde el cadáver de su mujer en la pared. Cuando más tarde es visitado por los fiscales para investigar la "extraña desaparición" de su esposa, su actitud serena se vuelve de vital importancia para tratar de convencer a los policías que todo está bien. Pero al final el mismo termina por descubrirse a si mismo, tras hacer que la pared se rompa y con ello libere el cadáver y, con un chillido "infernal" como el dice, el gato que tanto problemas le ha traído.

En este punto del relato la aparición del animal guarda relación con lo estipulado al principio: los gatos son en verdad en brujas disfrazadas. Bruja o no, lo cierto es que el gato termina convirtiéndose en una especie de castigo del que no puede deshacerse y lo que demuestra que le ha sido imposible salir ileso de sus incorrectas acciones. Es por ello, que las palabras con las que termina el relato, no pueden ser más significativas: <<había emparedado al monstruo en la tumba>>

Otro punto importante que hay que notar es que, en contraste, este relato tiene características que lo hacen similar al corazón delator, otra de las obras de Poe. En ambos relatos, el narrador cuenta la historia de lo que le sucedió; hay la presencia de un detonante que trae como ln consecuencia la actitud del personaje, en el corazón delator, se trata del ojo del anciano. Finalmente, hay un abrupto desenlace que termina por sacar a luz sus sucias fechorías (el latido del horrible corazón del anciano, en el caso del corazón delator).

Ambos son relatos prácticamente hermanos, que nos muestran de una manera un tanto espeluznante, cuáles pueden ser las consecuencias de las no tan sanas actitudes del ser humano.


***
¿Y a a tí que te pareció el relato? ¿Hay alguna otra forma de comprender la psicología humana?

Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida

También puedes leer el análisis de una estrofa en específico, acá.

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¡Salve, fecunda zona, 
que al sol enamorado circunscribes 
el vago curso, y cuanto ser se anima 
en cada vario clima, 
acariciada de su luz, concibes! 
Tú tejes al verano su guirnalda 
de granadas espigas; tú la uva 
das a la hirviente cuba; 
no de purpúrea fruta, o roja, o gualda, 
a tus florestas bellas 
falta matiz alguno; y bebe en ellas 
aromas mil el viento; 
y greyes van sin cuento 
paciendo tu verdura, desde el llano 
que tiene por lindero el horizonte, 
hasta el erguido monte, 
de inaccesible nieve siempre cano. 
Tú das la caña hermosa, 
de do la miel se acendra, 
por quien desdeña el mundo los panales; 
tú en urnas de coral cuajas la almendra 
que en la espumante jícara rebosa; 
bulle carmín viviente en tus nopales, 
que afrenta fuera al múrice de Tiro; 
y de tu añil la tinta generosa 
émula es de la lumbre del zafiro. 
El vino es tuyo, que la herida agave 
para los hijos vierte 
del Anahuac feliz; y la hoja es tuya, 
que, cuando de süave 
humo en espiras vagorosas huya, 
solazará el fastidio al ocio inerte. 
Tú vistes de jazmines 
el arbusto sabeo , 
y el perfume le das, que en los festines 
la fiebre insana templará a Lico. 
Para tus hijos la procera palma 
su vario feudo cría, 
y el ananás sazona su ambrosía; 
su blanco pan la yuca ; 
sus rubias pomas la patata educa; 
y el algodón despliega al aura leve 
las rosas de oro y el vellón de nieve. 
Tendida para ti la fresca parcha 
en enramadas de verdor lozano, 
cuelga de sus sarmientos trepadores 
nectáreos globos y franjadas flores; 
y para ti el maíz, jefe altanero 
de la espigada tribu, hincha su grano; 
y para ti el banano 
desmaya al peso de su dulce carga; 
el banano, primero 
de cuantos concedió bellos presentes 
Providencia a las gentes 
del ecuador feliz con mano larga. 
No ya de humanas artes obligado 
el premio rinde opimo; 
no es a la podadera, no al arado 
deudor de su racimo; 
escasa industria bástale, cual puede 
hurtar a sus fatigas mano esclava; 
crece veloz, y cuando exhausto acaba, 
adulta prole en torno le sucede. 
Mas ¡oh! ¡si cual no cede 
el tuyo, fértil zona, a suelo alguno, 
y como de natura esmero ha sido, 
de tu indolente habitador lo fuera! 
¡Oh! ¡si al falaz rüido, 
la dicha al fin supiese verdadera 
anteponer, que del umbral le llama 
del labrador sencillo, 
lejos del necio y vano 
fasto, el mentido brillo, 
el ocio pestilente ciudadano! 
¿Por qué ilusión funesta 
aquellos que fortuna hizo señores 
de tan dichosa tierra y pingüe y varia, 
el cuidado abandonan 
y a la fe mercenaria 
las patrias heredades, 
y en el ciego tumulto se aprisionan 
de míseras ciudades, 
do la ambición proterva 
sopla la llama de civiles bandos, 
o al patriotismo la desidia enerva; 
do el lujo las costumbres atosiga, 
y combaten los vicios 
la incauta edad en poderosa liga? 
No allí con varoniles ejercicios 
se endurece el mancebo a la fatiga; 
mas la salud estraga en el abrazo 
de pérfida hermosura, 
que pone en almoneda los favores; 
mas pasatiempo estima 
prender aleve en casto seno el fuego 
de ilícitos amores; 
o embebecido le hallará la aurora 
en mesa infame de ruinoso juego. 
En tanto a la lisonja seductora 
del asiduo amador fácil oído 
da la consorte; crece 
en la materna escuela 
de la disipación y el galanteo 
la tierna virgen, y al delito espuela 
es antes el ejemplo que el deseo. 
¿Y será que se formen de ese modo 
los ánimos heroicos denodados 
que fundan y sustentan los estados? 
¿De la algazara del festín beodo, 
o de los coros de liviana danza, 
la dura juventud saldrá, modesta, 
orgullo de la patria, y esperanza? 
¿Sabrá con firme pulso 
de la severa ley regir el freno; 
brillar en torno aceros homicidas 
en la dudosa lid verá sereno; 
o animoso hará frente al genio altivo 
del engreído mando en la tribuna, 
aquel que ya en la cuna 
durmió al arrullo del cantar lascivo, 
que riza el pelo, y se unge, y se atavía 
con femenil esmero, 
y en indolente ociosidad el día, 
o en criminal lujuria pasa entero? 
No así trató la triunfadora Roma 
las artes de la paz y de la guerra; 
antes fió las riendas del estado 
a la mano robusta 
que tostó el sol y encalleció el arado; 
y bajo el techo humoso campesino 
los hijos educó, que el conjurado 
mundo allanaron al valor latino. 
¡Oh! ¡los que afortunados poseedores 
habéis nacido de la tierra hermosa, 
en que reseña hacer de sus favores, 
como para ganaros y atraeros, 
quiso Naturaleza bondadosa! 
romped el duro encanto 
que os tiene entre murallas prisioneros. 
El vulgo de las artes laborioso, 
el mercader que necesario al lujo 
al lujo necesita, 
los que anhelando van tras el señuelo 
del alto cargo y del honor ruidoso, 
la grey de aduladores parasita, 
gustosos pueblen ese infecto caos; 
el campo es vuestra herencia; en él gozaos. 
¿Amáis la libertad? El campo habita, 
o allá donde el magnate 
entre armados satélites se mueve, 
y de la moda, universal señora, 
va la razón al triunfal carro atada, 
y a la fortuna la insensata plebe, 
y el noble al aura popular adora. 
¿O la virtud amáis? ¡Ah, que el retiro, 
la solitaria calma 
en que, juez de sí misma, pasa el alma 
a las acciones muestra, 
es de la vida la mejor maestra! 
¿Buscáis durables goces, 
felicidad, cuanta es al hombre dada 
y a su terreno asiento, en que vecina 
está la risa al llanto, y siempre, ¡ah! siempre 
donde halaga la flor, punza la espina? 
Id a gozar la suerte campesina; 
la regalada paz, que ni rencores 
al labrador, ni envidias acibaran; 
la cama que mullida le preparan 
el contento, el trabajo, el aire puro; 
y el sabor de los fáciles manjares, 
que dispendiosa gula no le aceda; 
y el asilo seguro 
de sus patrios hogares 
que a la salud y al regocijo hospeda. 
El aura respirad de la montaña, 
que vuelve al cuerpo laso 
el perdido vigor, que a la enojosa 
vejez retarda el paso, 
y el rostro a la beldad tiñe de rosa. 
¿Es allí menos blanda por ventura 
de amor la llama, que templó el recato? 
¿O menos aficiona la hermosura 
que de extranjero ornato 
y afeites impostores no se cura? 
¿O el corazón escucha indiferente 
el lenguaje inocente 
que los afectos sin disfraz expresa, 
y a la intención ajusta la promesa? 
No del espejo al importuno ensayo 
la risa se compone, el paso, el gesto; 
ni falta allí carmín al rostro honesto 
que la modestia y la salud colora, 
ni la mirada que lanzó al soslayo 
tímido amor, la senda al alma ignora. 
¿Esperaréis que forme 
más venturosos lazos himeneo, 
do el interés barata, 
tirano del deseo, 
ajena mano y fe por nombre o plata, 
que do conforme gusto, edad conforme, 
y elección libre, y mutuo ardor los ata? 
Allí también deberes 
hay que llenar: cerrad, cerrad las hondas 
heridas de la guerra; el fértil suelo, 
áspero ahora y bravo, 
al desacostumbrado yugo torne 
del arte humana, y le tribute esclavo. 
Del obstrüido estanque y del molino 
recuerden ya las aguas el camino; 
el intrincado bosque el hacha rompa, 
consuma el fuego; abrid en luengas calles 
la oscuridad de su infructuosa pompa. 
Abrigo den los valles 
a la sedienta caña; 
la manzana y la pera 
en la fresca montaña 
el cielo olviden de su madre España; 
adorne la ladera 
el cafetal; ampare 
a la tierna teobroma en la ribera 
la sombra maternal de su bucare ; 
aquí el vergel, allá la huerta ría... 
¿Es ciego error de ilusa fantasía? 
Ya dócil a tu voz, agricultura, 
nodriza de las gentes, la caterva 
servil armada va de corvas hoces. 
Mírola ya que invade la espesura 
de la floresta opaca; oigo las voces, 
siento el rumor confuso; el hierro suena, 
los golpes el lejano 
eco redobla; gime el ceibo anciano, 
que a numerosa tropa 
largo tiempo fatiga; 
batido de cien hachas, se estremece, 
estalla al fin, y rinde el ancha copa. 
Huyó la fiera; deja el caro nido, 
deja la prole implume 
el ave, y otro bosque no sabido 
de los humanos va a buscar doliente... 
¿Qué miro? Alto torrente 
de sonorosa llama 
corre, y sobre las áridas rüinas 
de la postrada selva se derrama. 
El raudo incendio a gran distancia brama, 
y el humo en negro remolino sube, 
aglomerando nube sobre nube. 
Ya de lo que antes era 
verdor hermoso y fresca lozanía, 
sólo difuntos troncos, 
sólo cenizas quedan; monumento 
de la lucha mortal, burla del viento. 
Mas al vulgo bravío 
de las tupidas plantas montaraces, 
sucede ya el fructífero plantío 
en muestra ufana de ordenadas haces. 
Ya ramo a ramo alcanza, 
y a los rollizos tallos hurta el día; 
ya la primera flor desvuelve el seno, 
bello a la vista, alegre a la esperanza; 
a la esperanza, que riendo enjuga. 
del fatigado agricultor la frente, 
y allá a lo lejos el opimo fruto, 
y la cosecha apañadora pinta, 
que lleva de los campos el tributo, 
colmado el cesto, y con la falda en cinta, 
y bajo el peso de los largos bienes 
con que al colono acude, 
hace crujir los vastos almacenes. 
¡Buen Dios! no en vano sude, 
mas a merced y a compasión te mueva 
la gente agricultora 
del ecuador, que del desmayo triste 
con renovado aliento vuelve ahora, 
y tras tanta zozobra, ansia, tumulto, 
tantos años de fiera 
devastación y militar insulto, 
aún más que tu clemencia antigua implora. 
Su rústica piedad, pero sincera, 
halle a tus ojos gracia; no el risueño 
porvenir que las penas le aligera, 
cual de dorado sueño 
visión falaz, desvanecido llore; 
intempestiva lluvia no maltrate 
el delicado embrión; el diente impío 
de insecto roedor no lo devore; 
sañudo vendaval no lo arrebate, 
ni agote al árbol el materno jugo 
la calorosa sed de largo estío. 
Y pues al fin te plugo, 
árbitro de la suerte soberano, 
que, suelto el cuello de extranjero yugo, 
erguiese al cielo el hombre americano, 
bendecida de ti se arraigue y medre 
su libertad; en el más hondo encierra 
de los abismos la malvada guerra, 
y el miedo de la espada asoladora 
al suspicaz cultivador no arredre 
del arte bienhechora, 
que las familias nutre y los estados; 
la azorada inquietud deje las almas, 
deje la triste herrumbre los arados. 
Asaz de nuestros padres malhadados 
expiamos la bárbara conquista. 
¿Cuántas doquier la vista 
no asombran erizadas soledades, 
do cultos campos fueron, do ciudades? 
De muertes, proscripciones, 
suplicios, orfandades, 
¿quién contará la pavorosa suma? 
Saciadas duermen ya de sangre ibera 
las sombras de Atahualpa y Moctezuma. 
¡Ah! desde el alto asiento, 
en que escabel te son alados coros 
que velan en pasmado acatamiento 
la faz ante la lumbre de tu frente, 
(si merece por dicha una mirada 
tuya la sin ventura humana gente), 
el ángel nos envía, 
el ángel de la paz, que al crudo ibero 
haga olvidar la antigua tiranía, 
y acatar reverente el que a los hombres 
sagrado diste, imprescriptible fuero; 
que alargar le haga al injuriado hermano, 
(¡ensangrentó la asaz!) la diestra inerme; 
y si la innata mansedumbre duerme, 
la despierte en el pecho americano. 
El corazón lozano 
que una feliz oscuridad desdeña, 
que en el azar sangriento del combate 
alborozado late, 
y codicioso de poder o fama, 
nobles peligros ama; 
baldón estime sólo y vituperio 
el prez que de la patria no reciba, 
la libertad más dulce que el imperio, 
y más hermosa que el laurel la oliva. 
Ciudadano el soldado, 
deponga de la guerra la librea; 
el ramo de victoria 
colgado al ara de la patria sea, 
y sola adorne al mérito la gloria. 
De su trïunfo entonces, Patria mía, 
verá la paz el suspirado día; 
la paz, a cuya vista el mundo llena 
alma, serenidad y regocijo; 
vuelve alentado el hombre a la faena, 
alza el ancla la nave, a las amigas 
auras encomendándose animosa, 
enjámbrase el taller, hierve el cortijo, 
y no basta la hoz a las espigas. 
¡Oh jóvenes naciones, que ceñida 
alzáis sobre el atónito occidente 
de tempranos laureles la cabeza! 
honrad el campo, honrad la simple vida 
del labrador, y su frugal llaneza. 
Así tendrán en vos perpetuamente 
la libertad morada, 
y freno la ambición, y la ley templo. 
Las gentes a la senda 
de la inmortalidad, ardua y fragosa, 
se animarán, citando vuestro ejemplo. 
Lo emulará celosa 
vuestra posteridad; y nuevos nombres 
añadiendo la fama 
a los que ahora aclama, 
«hijos son éstos, hijos, 
(pregonará a los hombres) 
de los que vencedores superaron 
de los Andes la cima; 
de los que en Boyacá, los que en la arena 
de Maipo, y en Junín, y en la campaña 
gloriosa de Apurima, 
postrar supieron al león de España».



***

Importante:  Contamos con el análisis de una estrofa específica, donde se cuentan las sílabas métricas, se da la fórmula rítmica, etc. El sigiente análisis habla del poema en general.

Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida es uno de las obras más conocidas del venezolano Andrés Bello. Su nombre en sí nos habla mucho sobre el poema: se trata de una silva, composición poética con una serie de versos endecasílabos y heptasílabos de rima libre, y se enfrasca en la agricultura de la zona tórrida, es decir, la de la zona intertropical, lugar donde se encuentra Venezuela y otros países latinoamericanos.

Las características propias de la silva se evidencian claramente en cada uno de los 373 versos que conforman el poema. Si se analiza el verso "¡Salve, fecunda zona," nos encontramos con un verso heptasílabo, al igual que en "Allí también deberes"s. Los versos endecasílabos (de once sílabas métricas)  se encuentran por ejemplo en "¡Oh, jóvenes naciones, que ceñida". Bello escribió este poema de forma tal que métricamente siempre dan siete u once sílabas, como en el caso de "Huyó la fiera; deja el caro nido", de doce sílabas fónicas, pero como se forma una sinalefa entre "deja" y "el", pasan a ser once sílabas métricas. Igualmente en el verso "¿Qué miro? Alto torrente" de ocho sílabas, donde la sinalefa deja siete sílabas métricas. Todo esta perfección en la métrica, es una de las características del poema, que se ve influenciado por la corriente literaria del neoclasicismo.

En el caso de la rima, se observa por ejemplo en el siguiente fragmento:

<<¡Salve, fecunda zona, 
que al sol enamorado circunscribes 
el vago curso, y cuanto ser se anima 
en cada vario clima, 
acariciada de su luz, concibes!(...)>>

Donde riman el segundo y quinto verso y el tercero y cuarto. 

Es evidente a simple vista que Bello se refiere a la naturaleza, algo que caracterizó al movimiento neoclásico. En este caso Bello habla de una zona en específico, y se pueden encontrar referencias propias de dicho lugar, por ejemplo:

<<(...)Abrigo den los valles 
a la sedienta caña; 
la manzana y la pera 
en la fresca montaña(...)>>

Pero Bello no sólo tuvo la necesidad de hablar sobre la agricultura. Más bien, su poema tiene la tarea de instruir de manera de didáctica. Se habla dela importancia de regresar a la vida del campo, algo muy importante para el autor, en vez de la vida en la ciudad:

<<¡Oh jóvenes naciones, que ceñida 
alzáis sobre el atónito occidente 
de tempranos laureles la cabeza! 
honrad el campo, honrad la simple vida 
del labrador, y su frugal llaneza. 
Así tendrán en vos perpetuamente 
la libertad morada, 
y freno la ambición, y la ley templo.>>

Bello, igualmente, aboga por la paz. En el momento en que fue escrito el poema, la sociedad se vio envuelta en mucha desestabilidad y guerras, por lo que para el autor es importante terminar con todo eso.

Pero eso no es todo. Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida cuenta con una hermosura sin igual que no puede tomar a la ligera. Uno de los aspectos que caracteriza al poema es la abundancia de recursos expresivos. El más notable es quizás el hipérbaton, la alteración del orden lógico de las palabras en una una oración:

<<¡Oh jóvenes naciones, que ceñida 
alzáis sobre el atónito occidente 
de tempranos laureles la cabeza!>>

El encabalgamiento que se da cuando el sentido de una oración no termina en un verso, sino que continua en el siguiente: 

<<Tú tejes al verano su guirnalda 
de granadas espigas; tú la uva 
das a la hirviente cuba;>>

También, se encuentra la reiteración:

<<(...)hay que llenar: cerrad, cerrad las hondas(...)>>>


***
Información resaltante
Título
Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida
Autor
Andrés Bello
Fecha de publicación
1826
Tipo
Poema
Versos
373 (endecasílabos y heptasílabos)
Composición poética
Silva
Intención del autor
Instruir (didácticamente) sobre ciertos aspectos importantes.
Corriente literaria
Neoclasicismo
Algunas características de dicha corriente
Estricto cumplimiento de la